Cuando era pequeña, siempre mantuve el deseo de entrar en
uno de esos laberintos, de esos que salían tanto en los libros que me devoraba
de niña. Donde se escondían extrañas criaturas y sorpresas agradables, tal cual
los pintaban los libros, coloridos y llenos de vida. En dichos libros nunca me
pintaron finales tristes o historias imperfectas, nunca describieron a alguien
que podría cambiar de humor drásticamente, ni que tuviera múltiples
personalidades.
Lo que me llevó a una conclusión: los libros no lo saben
todo.
Solía creerme todo lo que ciertas páginas desgastadas me
contaban. Hasta que logré conocerlo.
Y cuando hablo de conocerlo, hablo de hacerlo de verdad. No
digo de aquella idea que tenía de él cuando era niña, ahora que lo pienso,
dicho concepto es tan lejano del que tengo ahora sobre él.
Él es un laberinto, me atrapó apenas puse un pie en él y
ahora no me piensa soltar, tampoco es que lo desee.
Hay veces en las que me pierdo en él, en sus labios, en su
pelo, en sus pestañas- las cuales se aclaran u oscurecen de una manera cautivadora
conforme pasa la luz- en su magnífica risa, ronca y seca, con cada carcajada
tan bien puesta que a veces me pregunto si practica para que le salga así de
perfecta.
Pero hay veces en las que me desespero, me pregunto cómo
puedo salir, empiezo a lamentarme por haberme adentrado en sus redes
irresistibles, atractivas hasta más no poder, pequeños momentos en los que me
arrepiento de haber conocido ese laberinto que me lleva a la locura de todas
las formas imaginables.
Lo amo, estoy segura, amo cada centímetro de sus extensas
calles y pasadizos, cada pared que me bloquea salir, cada piedrecilla que a
veces se tropieza conmigo o se mete en mi zapato.
Me pregunto si alguna vez él pensó lo riesgoso que pudo ser
introducirme en sus enredaderas, a una persona tan volátil e inestable como yo,
a alguien que, literalmente, de un día a otro cambia de parecer de manera
drástica. Alguien que se harta de estar en un solo lugar al poco tiempo.
Tiene miedo de que yo me canse de él, de que me olvide de
él, yo le repito una y otra vez que eso no será así, que no piense en eso. Pero
yo sé por qué lo dice.
Él, mi laberinto personal, me conoce mejor que nadie. Y sabe
que puedo dejar de amarlo de un día para otro.
Ahora, entiendo tu desesperación, tu miedo a que te olvide.
Ya no te diré más que es una blasfemia, porque yo también tengo miedo de eso. Porque
estuve a punto de hartarme de ti, de olvidarme de ti, de deshacerme de ti. Y
temo que podrá pasar otra vez.
Vuelvo a pensar que no lo haré, porque cada día por muy
pequeño que me parezca, descubro otro pasadizo secreto, otro pequeño hoyo en el
que puedo saber más de ti.
Y vuelvo, vuelvo a ti, a rendirme ante ti y tu pícara
sonrisa, ante ti y tus manos frías y dulces que me recorren con tanta
profesionalidad que a veces me hace temblar, aunque tú creas que es frío.
Vuelvo a perderme en ti, en mi laberinto. Del que a veces
quiero escapar y no volver, y del que a veces sólo quiero quedarme hasta
fallecer.
Y vuelvo a adorar e idolatrar cada pared, cada centímetro de
tu ancha espalda repleta de pecas, cada minúscula parte de tu cuello, cada
rincón de tu boca.