martes, 28 de agosto de 2012

Laberinto.


Cuando era pequeña, siempre mantuve el deseo de entrar en uno de esos laberintos, de esos que salían tanto en los libros que me devoraba de niña. Donde se escondían extrañas criaturas y sorpresas agradables, tal cual los pintaban los libros, coloridos y llenos de vida. En dichos libros nunca me pintaron finales tristes o historias imperfectas, nunca describieron a alguien que podría cambiar de humor drásticamente, ni que tuviera múltiples personalidades.

Lo que me llevó a una conclusión: los libros no lo saben todo.

Solía creerme todo lo que ciertas páginas desgastadas me contaban. Hasta que logré conocerlo.

Y cuando hablo de conocerlo, hablo de hacerlo de verdad. No digo de aquella idea que tenía de él cuando era niña, ahora que lo pienso, dicho concepto es tan lejano del que tengo ahora sobre él.

Él es un laberinto, me atrapó apenas puse un pie en él y ahora no me piensa soltar, tampoco es que lo desee.

Hay veces en las que me pierdo en él, en sus labios, en su pelo, en sus pestañas- las cuales se aclaran u oscurecen de una manera cautivadora conforme pasa la luz- en su magnífica risa, ronca y seca, con cada carcajada tan bien puesta que a veces me pregunto si practica para que le salga así de perfecta.

Pero hay veces en las que me desespero, me pregunto cómo puedo salir, empiezo a lamentarme por haberme adentrado en sus redes irresistibles, atractivas hasta más no poder, pequeños momentos en los que me arrepiento de haber conocido ese laberinto que me lleva a la locura de todas las formas imaginables.

Lo amo, estoy segura, amo cada centímetro de sus extensas calles y pasadizos, cada pared que me bloquea salir, cada piedrecilla que a veces se tropieza conmigo o se mete en mi zapato.

Me pregunto si alguna vez él pensó lo riesgoso que pudo ser introducirme en sus enredaderas, a una persona tan volátil e inestable como yo, a alguien que, literalmente, de un día a otro cambia de parecer de manera drástica. Alguien que se harta de estar en un solo lugar al poco tiempo.

Tiene miedo de que yo me canse de él, de que me olvide de él, yo le repito una y otra vez que eso no será así, que no piense en eso. Pero yo sé por qué lo dice.

Él, mi laberinto personal, me conoce mejor que nadie. Y sabe que puedo dejar de amarlo de un día para otro.

Ahora, entiendo tu desesperación, tu miedo a que te olvide. Ya no te diré más que es una blasfemia, porque yo también tengo miedo de eso. Porque estuve a punto de hartarme de ti, de olvidarme de ti, de deshacerme de ti. Y temo que podrá pasar otra vez.

Vuelvo a pensar que no lo haré, porque cada día por muy pequeño que me parezca, descubro otro pasadizo secreto, otro pequeño hoyo en el que puedo saber más de ti.

Y vuelvo, vuelvo a ti, a rendirme ante ti y tu pícara sonrisa, ante ti y tus manos frías y dulces que me recorren con tanta profesionalidad que a veces me hace temblar, aunque tú creas que es frío.

Vuelvo a perderme en ti, en mi laberinto. Del que a veces quiero escapar y no volver, y del que a veces sólo quiero quedarme hasta fallecer.

Y vuelvo a adorar e idolatrar cada pared, cada centímetro de tu ancha espalda repleta de pecas, cada minúscula parte de tu cuello, cada rincón de tu boca.